Pepe

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El presidente imposible

martes, 9 de junio de 2015

Mujica, el presidente imposible

Josefina Licitra

Acá.

José Mujica, presidente de la República Oriental del Uruguay, vive acá.
En la entrada del rancho hay una cuerda donde cuelgan las ropas de un niño —pobre—; una casucha de ladrillo gris a medio hacer —pobre—; un desmadre de plantas: juncos, pastos crecidos, yuyos; una hectárea de tierra recién surcada; y perros, muchos perros. Chuchos que circulan con el paso lerdo de los animales viejos y que cada tanto buscan esquinas de sombra allá en el fondo, pasando unos arbustos, en la casa de José Mujica.
Allá. José Mujica, presidente de la República Oriental del Uruguay, descansa allá: en cuatro ambientes de paredes desconchadas donde hay una cocina, un sillón rojo, una perra de tres patas —la mascota de Mujica es tullida— y una estufa a leña. Desde ese bajofondo austero, casi marcial, este hombre emergió infinitas veces —primero como legislador nacional, luego como candidato presidencial— a recibir a la prensa.
recibir, en el planeta de Mujica, es un verbo imperfecto. Mujica ha
recibido periodistas recién bajado del tractor, sin la dentadura puesta, con el pantalón arremangado hasta las rodillas y con una gota de sudor colgando de la nariz.
Mujica ha recibido periodistas con un afectuoso cachetazo y con esta frase: “Cortala con el bla bla y andá a laburar, que es lo que necesita el país”.
Mujica ha recibido periodistas en días preelectorales, con alpargatas pero sin dientes —bueno, ha dado conferencias de prensa enteras sin dientes—, jugando con su perra manca y haciéndose cortar el pelo por un desconocido que había ido a pedirle trabajo.
Mujica ha recibido periodistas la mañana misma de los comicios presidenciales y los ha recibido en pijama, con la barba crecida y con las encías rumiando esta única frase: “A pesar del ruido, el mundo hoy no va a cambiar”.
Era, ese entonces, la mañana del veintinueve de noviembre de 2009. Y aunque el mundo no cambió, ese día el Uruguay torció su propio rumbo: con el cincuenta y dos por ciento de los votos —ganados a Luis Alberto Lacalle en un ballotage— Mujica se convirtió en el presidente más impensado del Uruguay y probablemente de la tierra. No solo por su austeridad llevada hasta el paroxismo sino por su pasado, que no es otra cosa que el origen de todo lo demás.
Mujica militó en el Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros (MLN-T), una guerrilla que nació y se fortaleció al calor de la revolución cubana; estuvo dos veces preso en una cárcel que hoy —maravillas de la globalización— es un shopping; huyó de ese penal en uno de los escapes más espectaculares que tiene la historia carcelaria universal; vio demasiados amigos morir y esperó demasiadas veces la muerte propia; estuvo diez años aislado en un pozo durante la dictadura militar de 1973, donde sobrevivió a la posibilidad de la locura; y llegada la democracia festejó esa sobrevida del único modo posible: arando y militando. Esta vez, desde un marco legal.
En 1995, Mujica devino el primer tupamaro en ocupar un puesto como diputado nacional. Luego fue senador. Después fue ministro. Y a fines de 2009 se transformó en el primer “exguerrillero” en llegar a la presidencia del Uruguay y en completarle el sentido a una lucha ideológica por la que se inmoló buena parte de América Latina.
—El Pepe llegó, primero, porque sobrevivió —dirá días después José López Mercao, compañero de Mujica en la cárcel de Punta Carretas—. Segundo, porque el movimiento armado salió muy honrado frente a la población: siempre estuvo esa idea de que los tupamaros eran buena gente. Y por último, porque Pepe siempre fue un tipo muy humano, muy enamorado, muy zorro y muy austero.
Hoy, Mujica se traslada en un Chevrolet Corsa más bien viejo. No usa corbata. No tiene celular. No tiene tarjeta de crédito. Prohíbe a los empleados de gobierno usar Facebook o Twitter o cualquier cosa parecida. Tiene una esposa —la senadora Lucía Topolansky— tan asceta como él. Y no vive en la residencia presidencial sino en esta chacra de huesos flacos en Rincón del Cerro: un páramo rural a veinte minutos de Montevideo, donde el campo es más un esfuerzo que un vergel.
Mujica pasa aquí sus días desde mediados de la década de 1980, cuando salió del pozo carcelario con la certeza de que —todo junto— volvería a la política y se compraría una granja. Lo acompañan Lucía Topolansky, también tupamara, y tercera en la cadena de mando de Uruguay; Micaela, su perra de tres patas; dos familias que, por no tener lugar mejor donde caerse muertas, fueron a hablar con Mujica y recibieron a cambio un pedazo de tierra dentro de esta misma estancia (por eso la construcción gris a medio hacer; por eso las ropas de niño colgando de una cuerda); y dos hombres uniformados que ahora se interponen en la entrada y dicen, amablemente, lo que vinieron a decir: “Pida una entrevista en la torre presidencial”...
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